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9.2.09

La moral: un laberinto de sensaciones.


Por Salvador Sáenz



Hace poco vi dos películas en el cine que me provocaron un debate interno acerca de hasta qué punto el Hombre puede autoengañarse al vivir sumergido en las profundidades de un mundo moralmente correcto. Se presentan en ellas dos situaciones. Pongan, pues, ustedes atención: Un hombre tiene un romance con una mujer. Parecen ser la pareja perfecta. Se aman. Son, de manera simultánea, el amor de sus vidas; pero una chica se interpone en la relación. Con mentiras, con malos entendidos, “la mala del cuento” provoca que la pareja tenga un rompimiento. Pasan los años, cada quien hace su vida y consiguen nuevos amores: el hombre se compromete con una joven estudiante y la mujer hace planes para irse a vivir con el chico en turno a la bella ciudad de Paris. Todos felices hasta aquí. Hasta que por obra del destino (dirían los románticos), los exnovios se reencuentran. Con ello surgen también los antiguos calores corporales, las viejas sensaciones, los recuerdos punzantes que cosquillean el alma. Saben en el fondo que siguen amándose. Aunado a ello, la chica que se había interpuesto entre ellos les confiesa, en un arrebato de culpabilidad, que ella lo había provocado todo, su rompimiento y mortal desilusión. La antigua pareja, asimilando esta tremenda revelación, al ver el grave error en el que habían caído, deciden volver, importándoles poco, o más bien nada, que a sus respectivos amores se los llevara la fregada. Es aquí donde me entra el dilema. ¿Qué podían haber hecho? ¿Seguir con sus vidas como si nada hubiera ocurrido? ¿Dejarse llevar por el cauce natural de las cosas? ¿Qué es lo correcto aquí, moralmente hablando? ¿Hacerle caso a lo que dicta el corazón? ¿O hacerle caso a los libros que hablan acerca del bien y el mal? ¿Qué es más malo?: ¿Darles una patada en el trasero a sus respectivas parejas para volver ellos, o cercenar de tajo sus propias pasiones para seguir en la estabilidad de sus actuales compromisos? Yo aún no lo sé. Quizá todos haríamos lo que efectivamente terminaron haciendo, pero mi pregunta no era esa, sino la otra ya planteada con diferentes matices.
En fin. En la otra película se plantea lo siguiente: En un terrible accidente de carros mueren siete personas. El hombre que manejaba uno de los coches (y que provocó la colisión al contestar un mensaje en su celular) misteriosamente sobrevive. Pero de ahora en adelante, la culpa no lo dejará vivir en paz. Después de una bien elaborada trama, descubrimos que este tipo, para compensar el acontecimiento desafortunado, habrá de escoger a siete buenas almas (en este mundo despiadado) para regalarles algo de sí, no sólo dinero o apoyo moral, sino que, ¡agárrense!, planea quitarse su propia vida para donarles sus órganos. Aquí es donde me entra el dilema otra vez. ¿Puede hacer uno cosas buenas con cosas malas? ¿Puede uno hacer con su vida lo que le plazca al grado de regalar a los demás sus órganos en el momento en que uno lo determine, aún a costa de la propia vida? ¿Qué no el suicidio es considerado en muchas culturas como algo malo? ¿Quién determina qué pagos o qué castigos debemos cumplir para enmendar los daños que hemos provocado en el pasado? ¿Existe un catálogo certero que indique los pasos que debemos seguir para sanar nuestras almas? ¿Puede uno pasarse la vida haciendo el bien sin contradecirse? ¿Se pueden equilibrar perfectamente nuestras acciones de manera que lo que hagamos resulte bueno siempre? ¿Puede uno, en medio de un laberinto de sensaciones, vivir sumergido en las profundidades de mundo moralmente correcto?
Yo no lo sé. De ahí que les preguntara.

4.8.08

Forastero



Por Salvador Sáenz

Lo que descubro en este pueblo no es nada nuevo: cada país, región o ciudad (incluso cada barrio) tiene sus propias costumbres. Las sociedades van estableciendo las reglas de convivencia que sus ciudadanos irán asimilando con el paso de los años, para forjar así, las formas de vida propias de cada lugar. De esta manera, un grupo de habitantes puede tener costumbres distintas a las de su comunidad vecina, no importando que los divida, apenas, una sola calle: las reglas cambian con pasar de un ámbito a otro.
Allende, Nuevo León (ciudad a 45 mins. de Monterrey y lugar donde ahora radica un servidor) no escapa a estos conceptos de territorialidad. Sus pobladores han establecido a lo largo de su existencia una serie de reglas no escritas que se tienen que acatar sin excepción —aunque no formen parte de las leyes de gobierno—, pues se corre el riesgo, de no hacerlo, de ser rechazado socialmente (en el mejor de los casos) y ser visto con malos ojos ante la moral ya establecida. Esto es muy común en todo el mundo a pesar de estar en plena era de modernidad. Pero la realidad es que así son las cosas por aquí, y llama la atención la cercanía geográfica pero, irónicamente, una distancia ideológica con sus vecinos los regios, donde, estos últimos, han adquirido una forma de vida anárquica comparada con la del resto del norte… Es extraño, pero cierto.
Estas son, pues, algunas de esas reglas no escritas que nos encontraremos, invariablemente, entre los allendenses, y las presento aquí como si un patriarca de barbas blancas, botas y sombrero, las estuviera dictando desde la cima de una montaña:



1. Pasearás por las calles, con el volumen del estéreo a toda potencia, con música preferentemente norteña. No importa la hora, no importa el momento: Los bajos deberán retumbar los cristales de las casas por donde transita el automóvil; qué le hace que se despierte la gente, qué le hace que los vecinos necesiten seguir descansando. Deberá sentirse nuestra presencia, la gente deberá saber que pasamos por ahí.
2. Si eres muchacha deberás haberte casado antes de los veinte años: después de esa edad, pasarás a ser oficialmente una “quedada”.
3. Si eres alcalde o regidor, no permitirás que se establezcan cines, antros o salas de masaje, pues estos lugares de perdición podrían quebrantar la tranquilidad moral de nuestros ciudadanos.
4. Si tienes lana o eres narco, tu casa deberá rallar en lo ostentoso, tendrá habitaciones amplias, patios bien cuidados, con 2 o 3 autos de lujo estacionados en sus cocheras.
5. Los jóvenes deberán pasearse los fines de semana alrededor de la Parroquia de San Pedro Apóstol, dando vueltas y vueltas en sus coches (ver regla 1) hasta el infinito, y estará estrictamente prohibido bajarse a hacer plática con los demás chicos, que también estarán dando vueltas sin cesar.
6. Habrá uno o dos gimnasios, cuando mucho. Las mujeres que asistan a estos lugares del demonio (en caso de que sus maridos les den el debido permiso) deberán ser recatadas. Harán su rutina de manera silenciosa, sin intercambiar palabra con hombre alguno, y de atreverse a hacerlo, la plática no deberá sobrepasar los 2 minutos y sólo será para intercambiar datos muy prácticos, como el clima, o preguntar si ya ha desocupado tal aparato de ejercicio.
7. Deberás acelerar tu coche a más de cien por hora, aunque tengas que pararte en cada esquina para respetar el alto. De lo que se trata es de que tus llantas rechinen y se escuche el estruendo de tu motor hasta Santiago, pueblo vecino.
8. Los hombres deberán saludar a toda aquella persona que se cruce en su camino, sin discriminar color, posición o musculatura, pues el saludo permite establecer vínculos sociales con sus conciudadanos. De no responder el saludo la persona aludida, se sabrá entonces que es un forastero, el cual seguramente pretenderá, de una forma u otra, quebrantar el equilibrio establecido, pues más le valiera a esa persona acostumbrarse a estos oficios menesterosos, si no quiere morir de aburrimiento en el intento.

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